viernes, 3 de junio de 2011

CONOCIMIENTO EN LA EDAD MEDIA Y LA MODERNIDAD

DECADENCIA DE LA CIENCIA EN LA  ALTA EDAD MEDIA

Después del siglo VI, cuando con Constantino el Cristianismo se convirtió en la religión oficial del Imperio Romano, el quehacer científico experimentó una procesual decadencia, hasta alcanzar su punto más bajo en la Europa Occidental aproximadamente entre los años 500 y 1000. La tradición enciclopédica de pequeños compendios y manuales producida en esa época por hombres como Posidonio, Isidoro, Séneca, Plinio el viejo, etc, trató de popularizar y difundir algunas teorías y resultados de la ciencia griega, pero no el contenido técnico o los procedimientos. En general, a pesar de la pequeña tradición de los enciclopedistas latinos, esta época fue oscura para el saber científico. Ese saber no mejoraría hasta el influjo de la literatura científica griega y arábiga traducida en los siglos XII y XIII.

La intensa y áspera polémica dirigida contra la religión y el saber paganos, que había caracterizado la larga lucha emprendida por el cristianismo, tornó sospechosa la filosofía y ciencia griegas y estructuró un nuevo horizonte de sentido del cual nada podía escapar. Después de la difusión del mensaje bíblico, el horizonte religioso llegó a ser un ámbito finito estructuralmente imposible de superar: es un horizonte más allá del cual uno no pude colocarse, tanto en el caso de que se crea como en el de que no se crea. Sólo podrán adoptarse estas posturas:

a) hacer ciencia desde la fe, es decir, creyendo
b) hacer ciencia tratando de distinguir entre el ámbito de la razón y el de la fe, creyendo también
c) hacer ciencia desde fuera de la fe y contra la fe, es decir, no creyendo (Pero por oposición necesariamente refiriéndose a la fe). No existía la posibilidad de ser indiferente a la fe.

"...El mundo físico era, para los pensadores medievales (...) algo creado que remitía inmediatamente al Creador: era una representación alegórica o simbólica del más allá, penetrada totalmente por intenciones". Ese mundo aunque finito, era en último término inaprehensible para la razón natural. Por eso, a los medievales les interesó más bien comprender el mundo contemplándolo antes que describirlo y controlarlo. No tuvieron, como los científicos modernos, la posición activa que predice el futuro y domina la naturaleza

RESURGIMIENTO DE LA CIENCIA EN LA MEDIA EDAD MEDIA

El ámbito religioso ya consolidado fue más permisivo algunos siglos después: entre 1125 y 1200 un verdadero alud de traducciones vertió al latín una parte significativa de la ciencia griega y arábiga, lo que fue seguido por nuevos aportes en el siglo XIII. Sólo hasta tener acceso al núcleo central de esa ciencia griega, el mundo occidental no podía elevarse por encima del nivel de los enciclopedistas latinos. Pero el gran escollo era el conocimiento del griego. A este idioma sólo accedieron el imperio bizantino greco-parlante y los árabes30.

Fueron precisamente de las traducciones latinas de los tratados arábigos y de algunas traducciones directas del griego, de donde comenzaron a nutrirse intelectualmente las escuelas catedralicias surgidas en Occidente. Luego, alrededor de los monasterios y en algunos centros como en Toledo, comenzaron el alud de traducciones que habría de revolucionar el pensamiento científico occidental y determinar su curso durante los siglos siguientes. El mayor de los traductores del árabe al latín fue Gerardo de Cremona. Las traducciones directas del griego fueron realizadas casi exclusivamente en Italia y Sicilia, donde los contactos con el imperio bizantino grecoparlante nunca se habían interrumpido.

El mayor de los traductores del griego al latín fue Guillermo de Moerbeke. Aunque queda la duda sobre las distorsiones que tuvieron muchas de estas traducciones con respecto a los originales, "Sin la valiente labor de este pequeño ejército de traductores de los siglos XII y XIII, no sólo no hubiera logrado materializarse la ciencia medieval, sino que la revolución científica del siglo XVII difícilmente podría haberse producido".
En el contexto anterior se tradujeron considerables obras de Aristóteles. Ellas unas veces destinadas a clarificar y otras a confundir los problemas, dominarían las mentes de los eruditos medievales. En efecto, "Hacía la primera mitad del siglo XV, la ciencia escolástica medieval había alcanzado su pleno desarrollo fundada en una cosmovisión aristotélica, estaba complementada por numerosas críticas específicamente antiaristotélicas, formuladas, sin embargo, dentro del propio marco de la ciencia aristotélica". Por eso será central revisar más detalladamente enseguida la forma como fue asumida la ciencia aristotélica y los posteriores problemas originados alrededor.

El surgimiento de las Universidades en Occidente estuvo íntimamente ligado con la nueva erudición que había sido traducida al latín en el curso del siglo XII. En ellas se estudiaba y discutían los textos traducidos a través de métodos como el de los "Comentarios" y el de las "Questions". Los programas de lógica, filosofía natural, metafísica y teología eran la base de la educación superior y las obras de Aristóteles tenían el lugar principal.

Pero, por más identificadas que las obras de Aristóteles pudieran estar con la enseñanza y vida intelectual del medievo, lo teólogos abordaron sus obras científicas y filosóficas con desconfianza y hostilidad durante gran parte del siglo XIII. El temor a la influencia de Aristóteles derivaba de sus libros sobre la filosofía natural, que contenían juicios y opiniones que trastocaban la fe y el dogma cristianos.

Las sanciones en contra de los postulados de Aristóteles no se hicieron esperar. Entre 1210 y 1245 la Santa Sede promulgó varias sanciones contra la filosofía natural aristotélica. Pero después de ese período se quitaron las prohibiciones y los preceptores de las artes debatieron y analizaron animadamente la filosofía natural de Aristóteles, y aplicaron sus métodos de análisis filosófico a la resolución de problemas en todas las áreas del pensamiento.

Enseguida, como efecto de la asimilación de Aristóteles, se revivieron tensiones y
antagonismos entre los preceptores de las artes, que enseñaban filosofía natural aristotélica pero que carecían de formación teológica; y los teólogos, quienes habían utilizado el lenguaje filosófico, los conceptos y los argumentos de Aristóteles para aclarar y explicar las doctrinas teológicas, pero que no aceptaban la filosofía natural, producto del mismo pensamiento. En general, estos preceptores, tal vez más con la intención de trabajar abiertamente la filosofía natural de Aristóteles, que con la intención de respaldar explícitamente una doctrina de la "doble verdad", representaron una tendencia ideológica que dejó a los teólogos perturbados e inquietos.

Esta tensión no ofrecía posibilidades de conciliación por el momento, pues los teólogos no iban a contradecir la verdad religiosa, ni a declararla parcial o no racional, ni tampoco permitirían que los preceptores de las artes solucionaran el antagonismo. Pero los preceptores tampoco iban a aceptar la falsedad de unos postulados naturales provenientes de la misma lógica racional utilizada por los teólogos. Lo que sucedió entonces fue que el antagonismo no solucionado por lo pronto, degeneró en nuevas sanciones y condenas entre 1270 y 1277, año en el cual el papa Juan XXI comisionó al Obispo de París, Esteban Tempier, para que investigara las controversias que acosaban a la universidad de París. Realizada la investigación Tempier emitió la condena de 219 postulados extraídos de numerosas fuentes, estableciendo la pena de excomunión para los que defendiesen uno solo de los errores condenados y siguieran la doctrina de la "doble verdad".

Muchos de los postulados eran condenados por ser deterministas y por establecer límites al poder de Dios para actuar libre e impredeciblemente. En contraposición con estos postulados, los teólogos reafirmaron el poder absoluto de Dios.

Ante el razonamiento de que el mundo dependía totalmente de la insondable voluntad de Dios, quien, mediante su absoluto poder podría haber hecho las cosas de modo diferente al existente, se infería fácilmente que todas las cosas existentes son contingentes o que podrían haber sido hechas de otra manera o no haber sido hechas del todo.

Estas consideraciones estrictamente teológicas orientaron a Guillermo de Occam para afirmar que todo conocimiento se derivaba de la experiencia, o que los objetos externos a la mente, así como los estados mentales personales, eran aprehendidos directa e inmediatamente a través de lo que él llamaba la "cognición intuitiva". A través de esta aprehensión directa, se captaba la existencia de las cosas, pero ninguna prueba podía demostrar la existencia de cualquier cosa, pues incluso si un objeto no existiera o fuera inaccesible podría, sin embargo, originar una cognición intuitiva dado que Dios mismo podría optar por proveer la causa de la cognición en forma directa, o a la manera corriente, a través de una causa secundaria. En todos estos casos la experiencia de ese objeto sería la misma. Además Dios podría también inducir en nosotros la creencia de que el objeto inexistente en realidad existía. De esta manera la certeza psicológica se volvía indistinguible de la certeza basada en la evidencia "objetiva" adquirida a través de los sentidos (...) Las consecuencias que Occam derivó de este empirismo fueron
verdaderamente radicales.

Ya que las premisas básicas de la ciencia no podían implicar relaciones necesarias de causa-efecto, debían expresarse como enunciados condicionales o hipotéticos. Ciertamente, lo que comenzó con el planteamiento de la limitación de la capacidad de aplicación de la prueba filosófica al dominio de la teología, confluyó en una dura crítica a la necesidad del principio de causalidad y a la certeza de lo observable.

Esta actitud de Occam de relacionar la influencia del poder absoluto de Dios y la
convicción nominalista generalizada de que lo que es observable puede no ser real, ejerció una influencia profunda y duradera sobre las corrientes intelectuales del siglo XIV. Se conformaron controversias entre los teólogos seguidores de Occam y los preceptores de las artes, también seguidores de Occam. El grupo de teólogos incluía entre otros a Juan de Mirecourt, Pedro de Ceffons, Roberto Holcot, Santiago de Eltville, Pedro Ailly y el más destacado, Nicolás de Autrecourt. El grupo de preceptores agrupaba entre otros a Juan Buridan, Alberto de Sajonia y Marsilio de Inghen. Los teólogos, sobre todo Nicolás de Autrecourt, en defensa de la fe y argumentando desde la posición de Occam, atacaban los postulados de la filosofía natural de Aristóteles, difundían un conocimiento sólo probable y buscaban alternativas más plausibles que la física aristotélica. Los preceptores de las artes, en cambio, aunque críticos de Aristóteles, estaban lejos de desear el socavamiento de los cimientos de su filosofía natural y su visión del mundo. Ellos aceptaron el énfasis hecho en el empirismo y en oposición a la opinión de los teólogos argumentaron que el conocimiento inductivo a partir de la observación y la experiencia, aunque incompleto, podía proporcionar una certeza suficiente y adecuada totalmente a las exigencias de la ciencia natural.

A pesar de sus diferentes actitudes respecto a los principios básicos y los fundamentos de la ciencia, tanto los teólogos como los preceptores de las artes hablaban frecuentemente de "salvar las apariencias" o los "fenómenos". Se entendía por esto que las diferentes hipótesis o explicaciones podían, indistintamente, explicar un determinado fenómeno físico; o de lo contrario, que una explicación podría parecer más plausible que otras alternativas. En tales casos no se exigía la realidad física para los mecanismos de explicación.

Desde que los universales dejaron de ser realidades para ser simples signos nominales, sin capacidad lógica de interpretación de la realidad; y desde que las concepciones teológicas se declararon no explicables por la razón, pero verdaderas; se producirá una dualidad, en la que, frente a lo divino se carece de medios propios, y frente a la realidad, no sirve la razón
Conceptual.

En general, se consolidó la doble actitud de afianzarse en el sistema aristotélico y de abandonar la esperanza de adquirir conocimientos verdaderos del mundo físico. El principal objetivo perseguido era la congruencia, no la búsqueda de la realidad empírica.

EL SURGIMIENTO DE LA MODERNIDAD

Si bien la datación histórica de la modernidad comprende los años entre 1457/1492 y 1783, terminando con la Revolución Industrial, tendremos en cuenta en el presente estudio, que la modernidad no constituye un hecho histórico, si no más bien el nombre que recibe un conjunto de hechos, textos y maneras de pensar, que guardan una cierta familiaridad. Estas maneras de pensar, que están asociadas a textos concretos en los que se expresan, han influido en nuestras actuales concepciones del mundo y del conocimiento humano.

Una nota característica de la modernidad es su autodefinición. Las maneras de pensar que surgieron en el contexto moderno se definen a sí mismas en una filiación con el mundo antiguo y, a la vez, en una desconfianza con el pensamiento medieval cristiano (concretamente, de San Agustín -representante del siglo IV- a Santo Tomás -presente en el siglo XII-).

Esta marcada tendencia de los pensadores modernos de autodefinirse en un contexto histórico concreto es lo que nos permitirá entender a la modernidad, fundamentalmente, como una época del pensamiento. Esta hipótesis base de nuestro recorrido por la epistemología moderna, estará concretada en dos asuntos a tratar: por un lado, la discusión sobre el problema del método en Descartes y Pascal; y por otro lado, la crítica a la metafísica y la necesidad de formular los argumentos de tipo trascendental en Hume y Kant. No se trata, con todo, de hacer un tratamiento de estas cuestiones como si configuraran asuntos distintos que remiten a discusiones desvinculadas entre sí, sino como caras de una misma moneda: el asunto del conocimiento humano en general.

Para dar inicio al tratamiento de las cuestiones epistemológicas propiamente modernas, comenzaremos por explicar el escenario previo que dio lugar, como una propedéutica, al pensamiento moderno.

La lectura de la naturaleza y la configuración del método experimental El hombre, ministro e intérprete de la naturaleza, sólo hace y entiende en la medida en que ha observado, por la experiencia o por la reflexión, el orden de la naturaleza; y no sabe ni puede nada más. Ni la mano desnuda ni el entendimiento abandonado a sí
mismo pueden mucho; la cosa se perfecciona con instrumentos y auxilios, que no son menos necesarios para el entendimiento que para la mano. Y así los instrumentos de la mente impulsan al entendimiento o lo precaven.

La ciencia y la potencia humana coinciden en los miso, porque la ignorancia de la causa priva del efecto. Pues a la naturaleza no se la vence más que obedeciéndola; y lo que en la contemplación corresponde a la causa, en la operación corresponde a la regla.

La ciencia moderna es, fundamentalmente, un proceder anticipado; es el intento
constante por establecer las condiciones por las que cada fenómeno se presenta tal como es, constituyendo el esfuerzo por comprender la naturaleza misma de los fenómenos.

Esta comprensión consiste en hacer que la naturaleza se constriña a lo que hace quien la conoce o quien intenta, por lo menos, entender su funcionamiento; se trata de someter la Naturaleza al hombre.

En este ejercicio de lectura de la naturaleza que constituye, en últimas, la llamada
revolución científica, se encuentran Kepler y Galileo como figuras centrales. En efecto, ambos, fundaron e inauguraron la nueva ciencia en dos sentidos básicos:
constituyeron una parcela importante de esta ciencia y legaron a sus sucesores, además de unas ideas fundamentales, el método de la ciencia experimental. Galileo creyó que aunque inspirada en la ciencia griega y continuándola, la ciencia fundada en su época no repite el pasado; más bien, inicia una historia propia que procura un desarrollo marcado por grandes discusiones astronómicas y geográficas capaces de remover el suelo de algunas de las concepciones políticas y religiosas fundamentales de la tradición occidental.

El contexto de los grandes debates científicos, religiosos y políticos de la época tuvo lugar con la aparición del Tratado sobre las revoluciones de Copérnico (1943); texto en que se formula, por primera vez, el heliocentrismo propio de la modernidad. Viendo que las trayectorias de los planetas no correspondían simétricamente entre sí, y viendo que no se podían predecir sus movimientos a través de la movilidad de ciertos astros, teniendo como base la inmovilidad del espectador, Copérnico decidió cambiar la concepción del espectador como punto de vista inamovible, por una concepción del espectador móvil y dinámica. Aunque no tenía instrumentos distintos de su observación y el telescopio para poner a prueba la suficiencia del modelo explicativo geocentrista mediante el cual se daba cuenta de la trayectoria de ciertos astros, Copérnico descubrió los movimientos de rotación y de traslación, proponiendo que la Tierra gira sobre su propio eje con un cierto grado de inclinación, y que se traslada alrededor del sol en un ciclo que dura un año. Así, la revolución científica consistió en un cambio de concepción de la posición que ocupa el espectador, en analogía con la Tierra; lo fundamental no radica, pues, en la proposición del heliocentrismo que es, en últimas, una cierta lectura astronómica de la posición de los astros.

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